LA FUGA DE CÁDIZ

Después de dos años de angustiosas idas y venidas desde La Línea hasta Cádiz, Juan, un linense paisano mío, estaba ya hasta el gorro de que los médicos no dieran con la causa que a su hija de seis años le provocaba peligrosísimas infecciones internas de origen urológico. El pequeño organismo de Fany llevaba encima, a tan corta edad, decenas de pruebas diagnósticas de esas que, practicadas en exceso, pueden desembocar en perniciosos efectos secundarios por mor de la mucha exposición radiológica. Así pues, Juan, allá por febrero de 1986, se plantó en el despacho gaditano del galeno que dirigía los infructuosos estudios que a su niña le estaban realizando desde 1984. Al doctor le dijo, cuando lo tuvo ante sí, que había encontrado una suerte de mecenas en París que se había hecho cargo, en cuanto a lo económico, del ingreso de Fany en un hospital parisino. Esta persona, ahora y por aquel entonces amiga de Juan, antaño había sido su patrón. Efectivamente, el protagonista de esta historia, ya jubilado, fue un joven emigrante español en la Galia.

El médico franchute en cuyas manos pusieron a Fany, rápidamente se percató del gravísimo estado en el que se encontraba su nueva paciente. Tan mal estaba la cosa, que ni por la puerta de la sala de rayos quiso pasar con ella. Tan sumamente débil de salud se encontraba, según reflejaban otras pruebas diagnósticas, que una exposición más a los rayos x podría resultar letal. Así las cosas, al facultativo se le ocurrió que la única solución que tenía a su alcance era ver todas las radiografías, tomografías axiales computarizadas (TAC), etcétera, etcétera, que de la niña existían en España. Y así es como, con su Renault 25, Juan bajó volando desde París hasta Cádiz, creyendo que el urólogo de siempre le facilitaría las pruebas. Hagamos un breve ejercicio retrospectivo: en esa época no se utilizaban los avanzados medios informáticos y telemáticos que hoy todos conocemos y manejamos a diario, por lo que ni por fax, que sí que existía, hubiese servido de nada enviar las radiografías, los tacs y todo lo demás. La situación era de tal emergencia que requería de la máxima celeridad de acción, razón por la que papá hiciese 2.186 kilómetros a toda pastilla era la salida más eficaz. Como todas las cuestiones de vida o muerte, urgía.

Empero, su gozo en un pozo: el médico de Cádiz, a pesar de todo lo que Juan le estaba verbalizando cuando ante él se presentó reclamándole los tacs y todo eso, se negó con vehemencia a entregarle prueba alguna. Para ello adujo, y casi seguro que no mentía, que el historial de todos los análisis y de todas las pruebas de diagnosis pertenecía a la Administración Pública española, motivo por el cual se cerró en banda, no dándole el archivador a Juan. No sé yo si después de veintiséis horas de conducción Juan tuvo mucha paciencia. Dudo que se lo explicara más de una vez. Total, a la primera debía haber quedado enterado el urólogo de que se le estaba planteando una cuestión de vida o muerte en cosa de horas, de pocos días en el mejor de los casos. En fin, que el linense se hizo el longuis, se situó casi detrás del de la bata blanca, agarró con energía la máquina de escribir que había sobre una mesa auxiliar y le endiñó un “olivetizazo” en la mollera que lo dejó sangrando y aturdido, al tiempo que gritaba pidiendo auxilio.

Juan enganchó la carpeta con todas las fichas y pruebas de Fany y salió por patas, como alma que lleva el diablo, hacia donde tenía estacionado su potente R-25. Se fugó por mortuorio. La enfermera del galeno trató de detenerlo, pero le fue imposible. Puesto ya manos al volante y sabiendo que estaba plenamente identificado por la víctima de su violenta y quién sabe si comprensible ira, condujo hacía la salida de la ciudad convencido de que cuando regresara a España se hallaría en busca y captura por las lesiones producidas al facultativo. Tal vez también por otros tipos penales.

Pero leches, al aproximarse al puente José León de Carranza, el antiguo puente de Cádiz, toda la Policía Nacional (PN) de la ciudad estaba allí cortándole el paso en un dispositivo estático de control. Sostiene Juan que varios agentes lo encañonaron con subfusiles. Él me dijo metralletas, pero yo sé que eran subfusiles Star Z-70. Un capitán, estima Juan que de unos cuarenta años de edad –algo mayor que él– lo conminó para que detuviese el motor del coche y se entregase sin ejercer resistencia. Se negó, admitió los hechos delictivos que había perpetrado en el despacho del doctor y expuso, desde el interior de su automóvil, la situación vital de su querida Fany. El capitán, lejos de hacer caso omiso a las alegaciones orales del enervado conductor, porque estaba exaltadísimo, le espetó: “Por lo que tu rostro refleja y me dice, por la manera de contarlo y porque todo parece tener mucho sentido, tiendo a pensar que me estás contando la verdad. Haré oídos sordos a tus amenazas de llevarnos por delante si no nos apartamos, siempre que me prometas que cuando soluciones en París lo de tu hija vas a venir a entregarte. Si me das tu palabra, te dejaremos pasar y hasta pediré que una pareja de motoristas de la Guardia Civil te abra paso hasta Francia, para que el viaje no se demore lo más mínimo”. Juan lo prometió, lo juró y hasta lo hubiese firmado ante notario si éste se hubiese asomado por allí.

Y de esta manera es como Juan cruzó España, hasta Irún, llevando delante a guardias civiles que iban relevándose a medida que se adentraban en las diferentes demarcaciones de la Benemérita. Solo paraba para repostar combustible y abonarlo, y hasta de eso se libró en al menos una ocasión: los motoristas le dijeron que no pagase, que la gasolina ya estaba pagada. En el paso fronterizo se topó con un control antiterrorista, de los muy habitualmente establecidos por aquellas fechas, que ralentizaba sobremanera la circulación. Pero los del duque de Ahumada lo condujeron hasta un solitario y recóndito paso aduanero. Y desde ahí hasta el centro hospitalario de París, más de lo mismo: funcionarios de la Gendarmería le facilitaron la circulación. Ya en suelo francés pudo ganarle tiempo a la situación y a Despeñaperros, poniendo su carro a más de doscientos kilómetros por hora. El galeno galo del tirón vio lo que nuestros médicos no vieron. Ahora, en este momento del relato, no importa de qué se trataba. Lo que importa es que la niña fue intervenida quirúrgicamente y que la operación fue un éxito. En la actualidad, Juan es abuelo de los dos hijos de Fany y de otros cuatro nietos más.

Tocaba cumplir lo prometido y Juan, cuando vio que su muñeca ya estaba a salvo, volvió a recorrer los 2.186 kilómetros que separaban Cádiz de la Ciudad de la Luz. Personado en la puerta de no sé qué cuartel o comisaría de la PN de la Tacita de Plata, cuerpo que por cierto estaba a solo un mes de desmilitarizarse y unificarse con el Cuerpo Superior de Policía, mencionó su nombre y fue detenido de inmediato, casi sin tener que contar quién era y para que se encontraba allí. Fue llevado ante el capitán de marras, quien lo primero que hizo fue preguntarle cómo estaba la nena. El oficial, visto lo visto y oído lo oído, ordenó que le quitasen los grilletes. También llamó al médico gaditano herido en la cabeza con la Olivetti. Los tres hombres hablaron, principalmente el agredido y el agresor. El doctor gabacho escribió dos cartas, una para su colega ibérico y otra para el humano policía. Juan hizo de cartero. Ambos leyeron in situ sus misivas. El médico, al leer el diagnóstico y el resultado de lo realizado en Francia, pidió encarecidas disculpas por no haber detectado la patología (tampoco el resto de compañeros suyos implicados en la investigación clínica del caso). También le dijo a Juan que estaba dispuesto a olvidar el ataque físico contra él llevado a cabo, por lo que iba a retirar la denuncia si le concedía su perdón. Se dieron la mano…, y pelillos a la mar. En la carta del uniformado no sé qué ponía, supongo que le agradecería su humanidad y lo felicitaría por su buen ojo clínico-policial.

Solo me queda decir, para finalizar este artículo, que todo esto me lo ha contado Juan esta mañana al poco rato de conocernos. No me ha aportado prueba alguna de veracidad sobre todo lo antedicho. Yo, como aquel capitán, tiendo a pensar que no miente, que dice verdad. Si Juan me ha engañado, no me importa mucho, toda vez que la historia, sea veraz o falaz, engancha y entretiene. A mí, desde luego, me tuvo absorto los diez minutos que estuvo narrándomela. Si todo fuese un cuento chino, que yo creo que no, vaya premio a la imaginación hay que otorgarle a este tío de La Línea de la Concepción. He dicho.

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